"Dos excesos deben evitarse en la educación de la juventud; demasiada severidad, y demasiada dulzura."
Platón.

Una bonita historia...

He decidido de forma totalmente voluntaria añadir una pestaña mas a mi blog, algo creado por mi que me definiera un poquito mas y mejor. Por ello he querido mostrarme a través de una propia experiencia que yo viví, experiencia que creí en aquel entonces poder contar, pero que ahora no me arrepiento de ella.

Lo primero quiero decir que si me dispuso a escribirla unos meses atrás fue porque en clase de Psicología nos mandaron un trabajo, el cual era hablar sobre el tema que quisiéramos, pero desde el corazón.

Yo sinceramente no sabía de que hablar por eso empecé por algo que me caracteriza, los olores..., lo que sin darme cuenta acabo llevándome a escribir una bonita historia... REAL.

 ¿A qué huelen, saben y suenan los recuerdos?
        Sinceramente no sabía de qué hablar, hasta que hace un rato como cada mañana me dispuse a tomar mi desayuno; entonces empecé a oler ese amargo café que tanto le gusta a mi madre y tanto odio yo. Ese café nocturno que todos los jóvenes se suelen tomar en época de exámenes, capaces de hacer vomitar a cualquiera. Ese olor a café frío, que recuerda a víspera de examen, a noches en vela, a luz de flexo y a apuntes fotocopiados con letra chica. Ese olor recordando a subrayador, a llamadas nocturnas de auxilio y a goma de borrar.

Y no es que escriba aquí para hablar del café en todas sus grandes variaciones a cada cual más rara e insípida para mí, sino lo que me vengo a referir con esto es la cantidad de recuerdos que se vienen a mi mente con un simple olor, o un sabor, o quizás una canción feísima pero personalmente increíble.

O ese chico que tenías olvidado, el cual hace tiempo que dejó de formar parte de tu vida. Y entonces es cuando un día paseando por la calle, pensando en tus cosas, pasa alguien por tu lado con ese magnífico olor, ese perfume de nombre “pasado” y de apellido “recuerdos”; recuerdos que te dan una paliza de la que tardas horas en recuperarte.

¿Nunca os ha pasado que al comer sardinas, recordáis el verano, la playa?, o quizás ¿esa calle especial, que te trasporta a un momento vivido anteriormente?, y que me dicen de ¿ese peculiar olor de casa de tu abuela? ¿Lo han vuelto a oler alguna vez?, yo el de la mía nunca jamás. No sé por qué exactamente, pero a mí me pasa algo así a menudo.

 Ahora se me viene a la mente a mi madre un poco harta de mí diciendome: “tus sentidos son igual de raros que tú”, tal vez porque sea verdad o simplemente puede ser porque cada vez que entro en casa hablo como si viviera en recuerdos constantemente, como si viviera en un pasado continuo que nunca desvanece.

Para entenderlo mejor, es como cuando una tarde de invierno entras en casa, tu madre prepara buñuelos, pero tú en vez de decir huele a buñuelos, rápidamente tus palabras escupen: huele a feria. Cosas simples que no dañan a nadie, o quizás si, a ti personalmente o mejor dicho, en este caso, a mí.

Y digo esto porque no siempre todos son recuerdos bonitos y agradables, también hay olores, sabores, fotos o bares que te recuerdan a personas que ya no están y nunca volverán, a momentos peligrosos que jamás te gustaría volver a vivir o a periodos de tu vida en los que costaba saber tirar adelante.

Nunca olvidaré el día que decidí estudiar educación social, todo vino a raíz de una canción; una canción que me recordaba uno de los momentos más tristes pero a la vez más bonitos de mi corta vida; una canción que me recordaba a ella. Su nombre, Amara. Ella era una niña de 12 años, la cual convivía en un centro de acogida con otros niños y niñas como ella, que la junta de Andalucía se los había retirado a sus padres por motivos que a mí nunca me contaron pero más o menos me podía imaginar. Allí estaba yo, con mis 17 años haciendo mi voluntariado cuando la conocí, esa cara morena y pelos rizados me cautivaron, poco a poco empecé a encariñarme y jugar con ella como si fuera mi propia hermana, a quererla e ir a verla siempre que podía.

Todo era precioso y perfecto, pero nada dura para siempre. Un día me dispuse a ir a verla pero ya no estaba, se había escapado sin decir nada, sin decirme nada a mí, o eso creía yo. Al cabo de los días me llamó para quedar y mi impulsividad e inocencia me llevaron a aquel lugar para verla sin saber las consecuencias que podría traer. Así estuve como tres meses, escondiéndome por las esquinas para poder estar con ella y contando lo que me parecía a amigos y familiares.

Pero como decía antes todo tiene un final, y el día que menos me lo esperaba llegó, fue una noche de sábado, yo escuchaba música, exactamente “bendita la luz” de Maná, cuando ella vino a mi ventana a verme, empezó a decir mi nombre para que yo saliera pero sinceramente no lo escuché, solo recuerdo escuchar el ruido de un coche de policía y a un agente hablando con alguien, ese alguien era ella, Amara. Fue entonces cuando me asome, ella miro hacia arriba me sonrió y se montó rápidamente en el coche con el agente.

Desde entonces esa canción es algo más que una canción, es una persona, un momento concreto de mi vida. Es la pieza clave de mi elección hace seis meses, es esa canción que sonó por cosas de la vida el día que tuve que tomar la decisión de que carrera hacer, es esa canción que me hace hoy estar aquí escribiendo, recordando momentos frente a un folio en blanco y con el olor amargo del café de mi madre.
Sin más, espero que os haya gustado esta bonita y dura historia, mi historia..
Un gran saludo a tod@s y hasta la próxima chic@s.
 


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